25 nov 2011

¿Quo vadis, Psoe? Aquí estamos, señor. Para lo que necesite.

Reunión de urgencia en el despacho oval de la Moncloa. Allí están todos, los ministros y ministras, no sé cuántos asesores y Pepe el ujier, encargado de llenarles el vaso de agua y subir el aire acondicionado sí sus señorías sienten sudores ante la ardua tarea, asumida con orgullo, de servir a España y los españoles, o a unos cuantos, o a unos pocos. Si es necesario ejecutar las decisiones con nocturnidad se hace, si tiene que hacerse en el tiempo de descuento de un partido plagado de tarjetas rojas e inexplicablemente sin ninguna expulsión, se hace. Si con ello demostramos nuestra idea de la presunta igualdad de los españoles ante la justicia, se hace. ¿Para qué estamos sino para intentar, aunque sea en el último minuto, ganar un puesto en algún consejo de administración? ¿Cómo pagar los créditos, los personales ahora qué nos quedamos sin curro y los del partido cuando la afiliación baja y los votos más? ¡Ea! Pelillos a la mar y aquí estamos, Señor. Para lo que necesite.
Así que Zapatero se acerca al teléfono con ese paso enérgico, decidido, esforzado ante el poderoso que siempre le caracterizó y marca el número rodeado de un silencio sepulcral. Su voz vigorosa suena un poco apagada, pero eso forma parte de su reputado “manejo de los tiempos”. Con una voz suave y cadenciosa como la de aquellos que hablan al oído de su amada pero sin perder nunca la firmeza dice:
- “Emilio, si tú me lo permites…
-“No, no. No, por Dios. Lo que tú digas, para eso estamos”.
- “Si, claro, el indulto”.
- “Por supuesto. Yo siempre he admirado a Alfredo Sáenz, su honradez, su honestidad y todas las virtudes que tú y yo sabemos que le alumbran. Claro, que nada comparable con las que a ti te… sí, tienes razón, me pongo un poco adulador, pero…”
- “Noooo ¿Cómo puedes pensar que le afearemos su conducta ni un poquito sin tu permiso? Por cierto, de lo mío… bueno, pues cuando tengas tiempo.”

Colgó el teléfono, adoptó la pose de un torero tras estoquear un miura en su mejor tarde y sin mover ni un pelo enarco la ceja e hizo ademán de llevarse una mano a la entrepierna para apoyar aquel grito unánime, salido con la más honda convicción de todo el grupo de presentes. Todos al unísono habían gritado: “¡Ole tus guevos, campeón!" Bueno, todos no, Pepiño había gritado lo primero, pero se corto antes de terminar la frase. Tomo asiento sin hacer caso de los lametones, del palmeo y los intentos de succión, del entusiasmo inasequible al desaliento, de la mirada desmayada de
Pajín mientras decía: “Este hombre es providencial, es guapo, siempre dije que…”. No, él consideraba que aquél no era el momento. Había asuntos urgentes que solucionar y él y sus ministros debían dedicar su tiempo y esfuerzo a introducir la honestidad en el alma de los españoles al mismo tiempo que a modificar la suya para adaptarla a la coyuntura, a seguir esforzándose hasta convertirse en los perfectos virtuosos de la contradicción sin consecuencias, a seguir cultivando su karma hasta poder llegar a la sublimación, esa capacidad para sentirse al mismo tiempo mercenario y honrado, para alcanzar la polivalencia y ser capaces, al mismo tiempo, de encumbrar al poderoso y hundir al débil, de decir una cosa y hacer lo contrario, de soportar el cinismo, oportunismo y demagogia de todos aquellos que no les votamos sin perder su ecuanimidad y equilibrado criterio.
Elena Valenciano, siempre atenta, decidió arrancarse planteando su análisis sobre el porqué de la derrota. Estaba claro, "la corbata del candidato... tal vez el eslogan, seguro que además no habían sabido explicar bien sus decisiones". La verdad es que no se explicaba la pérdida de cuatro millones y medio de votos. Habría que volver a intentarlo en las próximas elecciones. Pero eso sí, cobrando.



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