10 nov 2010

¿La crisis? ¿Qué crisis? La de la dignidad.

Que estábamos en crisis lo sabíamos casi todos, incluso muchos de los que la negaban. Uno no tiene más información que la mayoría, menos aún cuando las fechas pasan en algún lugar rodeado de agua en el que España no es más que una tierra lejana, pero algún día hay que volver a casa y darle para comprarse un coche a la dueña del primer quiosco de prensa que te encuentres al echar pie a tierra. Lo haces ilusionado, expectante, entusiasta y con la esperanza de que si las cosas difícilmente podían ir a peor algo habrá mejorado, es entonces cuando se te caen los palos del sombrajo y apuntas en la libreta de cosas por hacer “Si alguna vez me encuentro con Dios en algún sitio, exigirle un mínimo compromiso para con esta puta tierra que no sé quién y cuándo, pero alguien maldijo para que se convirtiera en una indigna tierra de cobardes”.
Verán ustedes, cuando el mes pasado partí (sólo era el inicio del periplo) para los campos que el sultán de Rabat tiene por allí abajo, ya sabía que la culpa de la crisis económica era de unos señores con corbata y apellidos raros y nadie de los que nos gobiernan tenía nada que ver. Ahora, cuando vuelvo, sé que nos embarga una crisis mucho más dañina, estamos en crisis de dignidad. Un tal Mohammed ben  el Hassan ben Mohammed ben Youssef el Alaoui se la ha llevado de calle.
Ese rey de Marruecos, tan demócrata que según su constitución preside el Consejo de Ministros, nombra al Primer Ministro, nombra a todos los miembros del gobierno y puede discrecionalmente cesar en sus funciones a cualquiera de todos los anteriores, disolver el parlamento, llamar a nuevas elecciones o gobernar por decreto, ese que es la cabeza de las fuerzas armadas de Marruecos y el líder religioso y que por sí algo quedaba nombra también a los jueces de la Corte Suprema, la máxima autoridad judicial de aquel país, ese... ha unido nuestra dignidad a los derechos humanos pisoteados, los niños y mujeres agredidos, un Aaiún en llamas, un ejército mandado a masacrar un pueblo, a los muertos en la calle, a la explotación de un territorio y sus recursos minerales cuando no le pertenecen, al pasarse las resoluciones de la ONU por el arco del triunfo, a las retenciones o detenciones –qué más da- de periodistas.
Todos esos actos deleznables sólo son suyos y de los que le acompañan en el saqueo, la rapiña y la mentira, a nadie más son achacables, pero no podemos culparle de haber perdido la dignidad que sólo era nuestra. Le hemos entregado ese preciado don al permitirle impunemente provocarnos hasta la humillación, ciscarse en acuerdos y resoluciones, al llamarle “amigo” mientras se reía en nuestra cara, al aceptar sus chantajes, al declinar vergonzosamente nuestra responsabilidad sobre unas gentes que no nos son muy lejanas.
Nuestros gobernantes ya ni siquiera guardar las formas, todos son frases vanas sin contenido no sea que el vecino de abajo se nos enfade, concedámosle inmunidad total y que sus abusos, sus formas, sus muertos y nuestra dignidad se pudran juntos en el mismo vertedero. No pasará nada, nadie moverá un dedo. ¿Qué importa que se masacre un pueblo? El año que viene volveremos a Agadir, a sus clubs náuticos, sus restaurantes de lujo, sus noches de fiesta, su maravilloso paseo, aunque este domingo en la comida familiar veamos en los ojos de nuestras madres un punto de tristeza al mirarnos y ver en que nos vamos convirtiendo.

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