13 mar 2010

UN AGUJERO EN EL ALMA.

A veces nos sucede que por cercano no apreciamos en toda su intensidad a determinados genios. Hubo un tiempo en que -arrastrado por esa circunstancial proximidad- cuando oía hablar de Delibes, Don Miguel Delibes, venía a mi cabeza poco más que aquel señor al que mi suegra citaba aún como “el novio de mi compañera”, un joven esbelto que acudía a la salida de clase a buscar a la que más tarde sería su mujer y de la que estuvo enamorado toda la vida y aún más allá. Luego, don Miguel fue aquel señor que a veces veía pasear y quizá el autor de la novela en que se basaba alguna película del momento., poco más, la lógica nos dice que no es fácil tener por vecino en nuestra ciudad a un ser universal y la juventud, quizá la incultura y la desidia, nos hace buscar las cimas de la
escritura en otros lugares lejanos.
Un hecho fortuito me descubrió al escritor y el escritor me llevó al hombre. Estando con mi familia en Dinamarca, una licenciada en alguna rama de las letras que hoy no recuerdo, al conocer nuestra procedencia, reunió a todas las personas que se encontraban alrededor gritando alborozada que éramos de Valladolid ¡ la ciudad de don Miguel Delibes!, convirtiendonos instantáneamente en el centro de atención de todo el grupo.
¿Cómo podía ser tan importante para todas aquellas personas alguien tan cercano? Fue la curiosidad, no el discernimiento, lo que me llevo a conocer a los personajes de sus novelas, esos Pacífico Perez, Daniel el Mochuelo, Azarias, Carmen y el invisible cadáver de su marido Mario. Seres que se quedaban a vivir con nosotros para siempre, con sus pasiones y su resignación ante los hechos, asentados sobre el desabrido paisaje castellano que tanto amó don Miguel. Y esos personajes me llevaron a admirar al Delibes hombre, su autonomía respecto de cualquier dependencia de los círculos cercanos al poder que tanto sirven a los mediocres, su fidelidad a unas ideas, su veracidad, su no doblegarse ante los requiebros ni coacciones, su sencillo pasar sobre la tierra, creyendo ser un cazador que junta letras desde la dignidad del que nada anhela sino estar con la persona que ama, posando su mirada limpia sobre los débiles, los que solo aspiran, náufragos del destino, a sobrevivir en paz llevando a cabo la tarea que la vida les procuró. Ese era Don Miguel, un genio con hechuras de hombre sencillo que ya no podía pasear por su Campo Grande, por Santiago, por Recoletos donde alguna vez se cruzó con el niño Quico, con la Vito y sus voluptuosas faldas, El escritor que aún sin querer denotaba Castilla en su “Primavera de Praga” o “Sudamérica con escala en Canarias” se nos ha ido. Nos ha dejado el humanista (¡que pocos quedan! ) que empujó a Manuel Legineche, Francisco Umbral, Martín Descalzo, Jiménez Lozano y tantos otros cuando vio en ellos la chispa del talento, el luchador contra la censura, el muñidor de herejes como Cipriano Salcedo en aquel siglo en que como hoy “el analfabetismo se hace deseable y honroso” (pág. 43).
Si hace treinta años se nos fue en estas mismas fechas ese otro castellano que fue Félix Rodríguez de la Fuente y ahora lo hace Delibes, Don Miguel, huérfanos de ambos ¿quién nos seguirá enseñando a amar este campo castellano?
Descanse en paz este hombre de bien.

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